El caso de Alan García vuelve a poner en evidencia lo que muchos sabían, pero pocos se atrevían a decir en voz alta: en el Perú, la justicia se puede usar como arma para destruir al que piensa distinto.
Así, el Congreso busca crear una comisión que investigará si hubo un complot entre fiscales y periodistas caviares para acorralar al expresidente hasta llevarlo al suicidio.
Y entre los nombres aparecen los mismos de siempre: José Domingo Pérez (fiscal), Gustavo Gorriti (IDL) y Delia Espinoza (Fiscal de la Nación).
Los que hablaban de luchar contra la corrupción, pero usaban su poder para perseguir, humillar y arrinconar. Y lo más grave: todo eso sin pruebas claras. Solo con titulares y micrófonos.
Porque en el mundo de la mafia caviar, no necesitas demostrar nada. Solo necesitas instalar una historia, amplificarla, y luego dejar que la presión haga el resto.
El suicidio de Alan García no fue un accidente. Fue la consecuencia de años de ensañamiento, manipulación judicial y linchamiento mediático.
Y si lo hicieron con un expresidente, ¿qué queda para el ciudadano común?
Este caso no es solo sobre García. Es sobre el peligro real de tener una justicia manejada por intereses políticos y personales. Una justicia que no busca verdad ni reparación sino venganza.
El cáncer de la corrupción no solo está en los que roban, también está en los que usan el poder judicial para destruir al que estorba.
El Perú no puede seguir en manos de operadores disfrazados de fiscales, ni de periodistas que se creen jueces. Tiene que haber un límite.
Porque si no hay justicia justa, no hay democracia. Y sin democracia, no hay país.