Hay muchas formas de suicidarse. Puedes tomar veneno, puedes colgarte, puedes lanzarte al vacío. Pero morir degollado, sin nota ni explicación y justo antes de declarar en un caso de corrupción… eso en el Perú tiene otro nombre: silencio forzado.

José Miguel Castro, exgerente de la Municipalidad de Lima en la gestión de Susana Villarán, murió el domingo recién pasado. Las autoridades lo catalogaron rápidamente como “suicidio”, pero los detalles, el momento y el historial no cierran por ningún lado.

Esto no es la primera vez que ocurre:

¿Coincidencias? Tal vez. Pero hay un patrón que ya no se puede ignorar. Cuando alguien molesta a los corruptos, termina muerto, y el Ministerio Público no mueve un dedo. Porque hoy la Fiscalía está tomada por la mafia caviar, la misma que controla parte de los medios, el sistema judicial y gran parte del aparato estatal.

Esto no es nuevo, lo nuevo es que ya no se oculta. Porque saben que nadie los va a investigar. Ni Delia Espinoza ni los fiscales supremos ni los jueces que han sido colocados a dedo para proteger a los suyos.

En un país donde robar no tiene castigo, matar tampoco lo tiene. Y ese es el mayor triunfo de la corrupción: nos hemos acostumbrado a la muerte como daño colateral del poder.

Hoy, más que nunca, es necesario un cambio de ciclo. Porque si la justicia no investiga, y el Estado protege a los suyos, nos toca a nosotros hablar y no olvidar.

José Miguel Castro no es solo un nombre más. Es otro cuerpo en la lista de los que sabían demasiado. Y eso, en este Perú, es una sentencia de muerte.

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